Las Bejaranos


“iAtormentar a una niña teniendo tan corta edad!
Esto es inicuo, infamante, incapaz de descifrar.
Una gente de esta especie es aún peor que los salvajes;
peor que las fieras sin alma que se alimentan con sangre...”

Hoja volante de A. Vanegas Arroyo sobre “La Temible Bejarano”

Guadalupe Martínez: “La Temible Bejarano”
En 1887, en la Ciudad de México, una mujer llamada Guadalupe Martínez de Bejarano fue detenida por la policía. Estaba acusada de torturar y asesinar a una niña de nombre Casimira Juárez. Por este crimen, que conmocionó a la sociedad mexicana de finales del siglo XIX, pasó un tiempo en prisión. Los periódicos, que dieron a conocer el caso con profusas ilustraciones, la bautizaron como “La Temible Bejarano”.


Tras salir de la cárcel, la asesina regresó a su casa. No tardó mucho tiempo en volver a las andadas. Esta vez, se ensañó con dos niñas: Guadalupe y Crescencia Pineda. “La Temible Bejarano” disfrutaba torturando a las niñas. Acostumbraba desnudarlas para después golpearlas con una cuerda mojada, dejándoles marcas sangrantes por todo el cuerpo. También las colgaba desnudas de una cuerda suspendida del techo, amarrándolas de las muñecas y alzándolas, para que el peso de sus cuerpos les lastimara los hombros. Una vez colgadas, las azotaba con una cuarta para caballos, hasta que las niñas se desmayaban. Como estos tormentos la aburrieron, inventó otro: les ponía los pies encima de un brasero, quemándoselos y dejándolas llenas de dolorosas ampollas que sangraban y se infectaban. Utilizaba además tenazas al rojo vivo para colocarlas sobre los cuerpos de las pequeñas. Sin embargo, el castigo más cruel consistía en colocarlas, también desnudas, sentadas sobre el brasero ardiendo. Las niñas proferían alaridos de dolor y lloraban a gritos mientras se quemaban sus genitales, los muslos y las nalgas. El metal hirviendo dejaba las marcas de fuego en la piel de las pequeñas, mientras la criminal se sentaba en una silla frente a ellas, gozando con su sufrimiento.


Cuando la policía volvió a detenerla, las niñas estaban muertas. Un juez la condenó a diez años y ocho meses de prisión. El grabador José Guadalupe Posada publicó varias ilustraciones sobre el caso en la Gaceta callejera. Durante el juicio, se presentó a declarar el hijo de la asesina, Aurelio Bejarano Martínez. La señaló como la autora de la tortura y muerte de las niñas. En su respuesta, recogida por los medios impresos de la época, “La Temible Bejarano” le respondió: “Bien se dijo que esta acusación que sobre mí has lanzado hará que concluya mis días en prisión, pero nada diré respecto de su falsedad, te perdono. Los hombres me condenarán, pero Dios, que ve en el fondo de los corazones, tendrá en cuenta el sacrificio que hago de mi libertad para que tú te salves. Que Él no te tome en cuenta la calumnia que arrojas sobre tu madre. ¡Quién sabe si tú fueses el que golpeó a Crescencia y ahora mirando el cargo que puede resultarte me achacas a mí tus obras!” Por supuesto, esto no era verdad. La mujer era la responsable de la tortura y asesinato de varias niñas. En un periódico de la época se publicó un corrido en su honor, algunas de cuyas estrofas decían:

“Con una crueldad atroz, la terrible Bejarano
ha cometido la infamia, el crimen más inhumano.
Iracunda martiriza aquellas carnes tan tiernas
con terribles quemaduras en los brazos y en las piernas.
y a pesar de su maldad es digna de compasión,
por lo que debe sufrir encerrada en su prisión.
Y allá entra la negra sombra de su oscuro calabozo,
de la víctima inocente verá el espectro espantoso”
.


Fue ingresada en la Cárcel de Belén. Allí, sufrió el ataque de las demás prisioneras, que no toleraban el infanticidio. Se aisló hasta su muerte en prisión, viviendo siempre con el temor de ser asesinada.

Antonia Ramírez: “La Nueva Bejarano”
Poco tiempo después, en 1893, otra mujer, Antonia Ramírez, decidió imitar a la asesina de niñas. Vivía en el Barrio de la Palma, cerca del Puente del Blanquillo, en una casa ubicada en el Callejón del Blanquillo. Vivía con dos niños, Daniel y Antonia Pérez Cerezo, hijos de Francisca Cerezo, amiga suya. Antonia Ramírez, a quien los periódicos bautizarían como “La Nueva Bejarano”, era la madrina de los niños. Su madre estaba enferma y tuvo que ser hospitalizada, así que se los dio a cuidar. Pero Antonia Ramírez odiaba a los niños y también disfrutaba maltratándolos. Cuando supo del caso de “La Temible Bejarano”, sintió una simpatía inmediata por la asesina. Y cuando se le presentó la oportunidad, no dudó en emplear sus propios métodos para torturar.


Su ahijada tenía seis años de edad. La castigaba todos los días por cualquier motivo. Le daba salvajes golpizas cuando salía a jugar. Le jalaba el cabello y la alzaba en vilo sosteniéndola del pelo. La abofeteaba y le pagaba además con cuerdas. Lo peor ocurrió un día en que la pequeña no se persignó al pasar frente a la iglesia. Cuando llegaron a su casa, Antonia Ramírez la abofeteó, la golpeó con una cuerda mojada y después le dijo que iba a enseñarle el temor a Dios. Tomó entonces una enorme cruz de madera que conservaba colgada en la pared y puso a la niña encima. Acto seguido, la crucificó.


La criminal no se dio cuenta de que un niño, que era su vecino, se asomó a la puerta y contempló cómo la mujer colgaba de nuevo la cruz de madera en la pared, con el cuerpo sangrante de la niña en ella. Salió corriendo hasta que encontró a un policía. Le contó lo ocurrido y lo guió hasta aquella casa. Cuando el agente entró, no podía creer lo que veía. Sin saber qué hacer, descolgó la cruz. En ese momento entró Antonia Ramírez. El policía la arrestó. Le ordenó que avanzara adelante, mientras él llevaba la cruz con el cuerpo de la niña. En una escena insólita, avanzaron por las calles de la Ciudad de México rumbo a la gendarmería.


La gente contemplaba azorada la escena: la mujer amarrada de las manos avanzando adelante del policía, que cargaba a una niña crucificada. Una multitud se fue uniendo al extraño cortejo, gritando y exigiendo que aquel crimen no quedara impune. Otros policías acudieron al escuchar el escándalo. Para entonces, la turba clamaba por venganza: querían linchar a Antonia Ramírez, quemarla viva en la calle. Fue necesario que varios policías la protegieran. Cada vez llegaba más gente furiosa. Finalmente, llegaron a la estación de policía. “La Nueva Bejarano” pasó el resto de sus días en prisión.

Tomasa Lugo: “La Costurera”
Pero aquellos casos siguieron ocurriendo. El siguiente fue en 1902. Tomasa Lugo, una mujer obesa y amargada que trabajaba como costurera, vivía con su sobrina, la niña María Consuelo González, de seis años de edad, en la Calle del Sapo nº 21. María Consuelo estudiaba en la Escuela Nacional nº 7 y era constantemente golpeada por su tía, quien también la castigaba de otras formas; llegó inclusive a quemarle la boca con un carbón encendido. Un día, las catedráticas notaron que la niña estaba muy mal. Cada paso que daba parecía hacerla sufrir. Sus compañeras se dieron cuenta de ello también. Casi no podía caminar. Lo atribuyeron a alguna enfermedad pasajera. Durante días, observaron la misma conducta. La niña se quejaba a cada paso, se quejaba al sentarse en su pupitre y si alguien la tocaba, gemía de dolor. Cuando le preguntaban qué le pasaba, no contestaba nada. El lunes 21 de julio de 1902, María Consuelo se desmayó al terminar las clases. Una profesora se acercó a ella. La niña recuperó la conciencia. La maestra la levantó para colocarla en una silla y entonces la niña comenzó a gritar. La profesora la abrazó, tratando de consolarla, pero la niña gritó más fuertemente y comenzó a llorar a mares. Le preguntaron otra vez qué le ocurría y entonces la niña se los dijo: su tía, Tomasa Lugo, todos los días la vestía para ir a la escuela. Pero la manera en que lo hacía era tomando aguja e hilo, y cosiéndole los calzones y las enaguas al cuerpo.


La niña les mostró como tenía el hilo a través de la carne de la cintura, las caderas y los muslos. Tenía la ropa cosida al cuerpo. De nada servían los ruegos y los llantos: Tomasa Lugo disfrutaba hundiendo la aguja y el hilo a través del cuerpo de la niña y enviándola así a la escuela todos los días. Por la noche cortaba los hilos, le quitaba la ropa y la acostaba. Al otro día, volvía a coserla. Si se quejaba, la golpeaba en los sitios donde tenía las costuras. La pequeña fue llevada al hospital. Los médicos le quitaron las costuras y limpiaron las heridas, ya infectadas. La policía acudió a detener a Tomasa Lugo, quien negó todo y declaró no saber quién torturaba así a su sobrina. Fue recluida en la Cárcel de Belén, donde, al igual que a “La Temible Bejarano”, la aislaron para evitar que las demás presas la mataran. Por supuesto, pronto tuvo su corrido:

“Tomasa Lugo se llama la humana fiera, señores,
que a su sobrina María dio mil tormentos atroces.
Tomen ejemplo las tías de este suceso horroroso
y no imiten nunca, nunca, a este ser tan espantoso”
.

Josefina Cuspinera: “La Asesina del Ropero”
El siguiente caso sucedió en 1908. Tuvo como protagonista a Josefina Cuspinera, una joven española perteneciente a una familia acaudalada, dueña de varias panaderías, que había llegado desde España para vivir con su familia en Puebla. Tenía catorce años y era muy hermosa. Frecuentaba las reuniones y tertulias de las que era invitada constante. Un día conoció a José María Aguilar, un joven que trabajaba en una mueblería. Se hicieron novios. Pero la relación duró poco tiempo, ya que el joven desapareció de Puebla y nunca volvió a saberse de él. Josefina se sumió en una profunda depresión. Descuidó su aspecto, pasaba las horas leyendo novelas rosa y se vestía de negro. El 24 de junio de 1908, día de San Juan, su familia celebró una gran fiesta para agasajar a su hermano Juan. Josefina accedió a estar allí presente. Poco antes del inicio del festejo, dijo que tenía una fuerte jaqueca. Estuvo un buen rato encerrada en su recámara y después salió: portaba un hermoso vestido y parecía haber recuperado la lozanía y la alegría de vivir. Asistió a la fiesta y se divirtió como en los buenos tiempos. Todos estaban muy contentos de verla tan recuperada.


Pero su cuñada notó algo extraño: había gotas rojas secas sobre el papel tapiz. Inquieta, tras regresar a la fiesta le ordenó a uno de los sirvientes que entrara a revisar la recámara de Josefina. El criado obedeció y se encontró con un cuadro aterrador: en el enorme ropero donde Josefina guardaba sus vestidos, había un envoltorio extraño. Al abrirlo, quedó al descubierto el cadáver de un bebé, en avanzado estado de putrefacción. Había sido golpeado contra la pared hasta morir y tenía además una cuerda alrededor del cuello. Mientras tanto, en la fiesta, Josefina bailaba un vals y era aclamada por todos. El criado le informó a la cuñada, quien esperó a que terminara el festejo para confrontar a Josefina. Ella confesó que había quedado embarazada de su novio José María y él la había abandonado. Durante meses logró disimular su embarazo y cuando el bebé nació, decidió matarlo. Trató de estrangularlo pero no pudo, así que lo azotó contra los muros. Después decidió guardarlo en el ropero. Aunque la familia intentó callar el escándalo, la policía se enteró y Josefina fue arrestada. Quedó recluida en la cárcel por varios meses. Años después, terminó sus días en un manicomio. Aunque estaba en otra ciudad, el pueblo la calificó como “La Bejarano Poblana”. Su historia se convirtió en parte de las leyendas de la ciudad de Puebla.

Juana Rodríguez y Rafaela Fragoso: “El Caso de los Niños Manzanas”
En 1911, un extraño caso ocurrió en Santa María la Ribera, en la Ciudad de México. La Revolución Mexicana había comenzado meses atrás. En la Alameda jugaban dos niños, María Ortiz y Dionisio Silva. En ese momento pasaron por aquel lugar dos mujeres, Juana Rodríguez y Rafaela Fragoso, quienes se acercaron a los niños y, sin previo aviso, comenzaron a morderles las mejillas.


Los niños gritaron hasta que un policía se acercó a auxiliarlos. Detuvo a las mujeres y las llevó a la estación de policía junto con los niños, cuyos rostros sangraban a causa de los mordiscos. Una vez allí, las mujeres sólo atinaron a declarar que al ver a los pequeños, decidieron morderlos porque “se les antojaron”. El evento se conoció en la prensa como “El Caso de los Niños Manzanas”. Las mujeres fueron encerradas en la Cárcel de Belén y los menores quedaron marcados en el rostro para siempre.

María Reyes: “La Pescuecera”
Para 1912, una nueva asesina hizo su aparición en las calles de la Ciudad de México. Su nombre era María Reyes. Acostumbraba robarse bebés y niños pequeños, a los cuáles maltrataba o los asesinaba estrangulándolos. Por eso los periódicos la bautizaron con el sobrenombre de “La Pescuecera”. Era una mujer sucia, con el cabello enmarañado, sin dientes y con abundante bozo sobre el labio superior. Tenía los pies sucios, deformes y con las uñas muy crecidas. Siempre iba vestida con harapos. Había estado en la cárcel en varias ocasiones. En la misma Alameda de la colonia Santa María la Ribera, se robó a un niño que estaba sentado en una banca del parque. Lo llevó lejos y lo estranguló. En otra ocasión, estranguló a un niño mientras se reía a carcajadas. Finalmente, los vecinos entraron a su casa y la encontraron con un niño en las manos, a punto de arrojarlo vivo a una inmensa olla con agua hirviendo. La policía la detuvo y le quitó al niño, pero los vecinos entraron a la casa y le arrojaron a ella el agua hirviendo encima, quemándola. La policía se la llevó, totalmente escaldada, mientras la gente le lanzaba piedras y la escupía.


Su esposo, un hombre honrado y trabajador, declaró que “La Pescuecera” padecía de sus facultades mentales a causa de un problema cardíaco, y que sufría mucho por no haber tenido hijos. En esa ocasión, la asesina pasó varios meses en prisión. Luego salió para seguir matando. Cuando la policía volvió a capturarla, fue a causa del robo de un bebé, al cual aún no asesinaba. La internaron otra vez en la Cárcel de Belén. Ante los interrogatorios, sólo respondía con frases incoherentes. Luego soltaba incontrolables carcajadas. Los médicos determinaron que estaba demente. Pasó el resto de sus días encerrada en un manicomio.


El apellido de “La Bejarano” serviría durante décadas como sinónimo de torturadora o asesina de niños. Estas mujeres precederían a otras infanticidas mexicanas célebres que aparecerían en las décadas siguientes para seguir matando en la cada vez más violenta realidad mexicana.